lunes, 7 de enero de 2008

LOS INTELECTUALES Y EL SILENCIO



(O DE LA ESCENA INTELECTUAL EN LA REPÚBLICA DOMINICANA DE HOY)

Miguel Ángel Fornerín

[Pregúntese el lector, ¿qué hizo el Secretario de Cultura y sus representantes en ese año? ¿Qué esfuerzos se hacen para convertir a los jóvenes en lectores y pensadores que puedan forjar una criticidad que nos permita salir de la situación actual? Es que ese propósito no se puede logar bajo la coaptación y el silencio. ]

La historia del pensamiento dominicano y sobre lo dominicano está cruzada por esa terrible relación entre los opinantes y el poder. Una historia llena de dictadores ha sido también el relato del delito de la palabra. Desde el poder se espera la palabra elogiosa; desde la oposición se blande la palabra crítica, el comentario inconveniente. Eso lo saben muy bien los gobernantes: veo al príncipe llegar al palacio y revisar las notas editoriales, los artículos de opinión. El gobernante sabe que la palabra es revolucionaria. Su estrategia es condenar la opinión a una jerga, a que se repitan las consignas del poder. A destruir el libre juego de las ideas.

El intelectual es el productor de símbolos, proposiciones y críticas que ponen en jaque la razón de Estado, el estado de tranquilidad donde el poder se queda cómodamente. La política del poder es reducir a los opinantes. En un pasado no muy remoto la opinión estaba gobernada por las clases en el poder y las clases emergentes, que tenían un dominio jerárquico de la opinión. A partir de ciertas opiniones se repartía el bacalao del poder. Los grupos ascendían al repartimiento de la renta nacional ejerciendo presión desde los medios de comunicación.

Los creadores de imágenes llegaron luego. Aunque los periodistas eran verdaderos publicistas lo que los trasformaba en entes peligrosos. El poder le pone precio a la palabra y tasa en pesos el valor del opinante. Hay que ser un opinante sin visión, sin agarre, para quedar libre de esa azarosa razón que convierte los símbolos y las proposiciones en valores rentables para el poder. Y cuando la estrategia jerárquica no puede, entonces, mata. La palabra se llena de sangre. Un opinante no controlado es un peligro para el poder. La relación de Ulises Heureaux con los poetas y periodistas, fue siempre una relación que muestra esa terrible correspondencia entre la palabra y el poder. La solución podía ser el exilio, la muerte, o algo menor, la censura.

Trujillo fue un artífice de esa correspondencia poder-palabra. De la articulación entre la ética de la palabra y la razón de Estado. Hablar era en su tiempo, hablar desde el poder o para el poder del dictador. El sindicato de opinantes no construía más que una bandada de hombres dedicados a conformar simbólicamente la razón de dominio, la muerte y la atrocidad del sátrapa. Sin embargo, quien quisiera salir de ese círculo tenía que buscar la forma de escapar y aún así, la mano del dictador podría llevarlos a encontrar la muerte en tierras extrajeras.

La relación de Trujillo con los periodistas y la prensa a principios de su primer gobierno, la relata Luis F. Mejía en su libro Viacrusis de un pueblo: relato sinóptico de la tragedia dominicana bajo la férula de Trujillo (1950). Cuando leemos sus páginas, encontramos que el poder no cambia mucho en su práctica de captar opinantes. El opinante es un ser interesante. En nuestro país se le llama intelectual. En un tiempo era parte de una tradición letrada y de la formación humanística que daban la lectura y la biblioteca. Hoy se llaman también intelectuales unos tipos, a veces folklóricos o faranduleros, que convierten los medios de comunicación en la palestra de su ejercicio. Eso lo saben bien los editores: desfilan frente a su escritorio con el artículo bajo el brazo y piden que les coloquen en la página editorial. No cobran. No hacen una carrera periodística; de vez en cuando publican un librito, con una larga bibliografía que ni ellos mismos se creen.

Sólo puedo comparar a estos buhoneros de la palabra con los buscones que habitan los pasillos sucios de los palacios de justicia. Ellos también son dueños de una retórica y de un traje que apenas les sienta. Se dicen intelectuales. Recitan versos o citan un viejo manual de ciencias políticas. Ellos están ahí. Siempre hablan de política. Es algo increíble. Pocas veces plantean un tema intelectual o científico. Ellos hablan de la política como si fuera tan importante como su propia sangre. Hacen publicidad a un candidato emergente o a un funcionario de turno. Si están en la oposición, hacen del oponerse una profesión, pues en el país la cosa no está nunca peor que bajo la lupa de la oposición. Creo que los de la oposición conforman el partido de los pesimistas. El país no tiene mayor corrupción que cuando ese intelectual está en la oposición. Cuando su partido llega al Gobierno, la cosa cambia. Todo lo bueno ha llegado y todos sus compañeros están ungidos de una ética que los diviniza.

Estos falsos intelectuales viven de su palabra. Y a muchos no se les conoce trabajo. Y nunca han tenido un sueldo mayor que no sea el que les dan sus amigos en el Estado. Y si de alguna manera, han formado parte de una capilla, reunida los sábados en tertulia política, entonces tienen un sino halagador. En tiempos electorales, firman manifiestos a favor de un partido político y esperan “cobrar” en una secretaría de Estado. Unas veces era la de Educación y ahora “trabajan” en la Secretaría de Cultura. Cuando se creó la Secretaría de Cultura veíamos este problema. Antes que dedicarse a trabajar en un plan por la difusión de la cultura en la Republica Dominicana ésta, a mi manera de ver, se constituía en un centro de empleomanía.

Y eche el lector una mirada a los últimos cuatro años de gestión cultural. Pregúntese ¿qué se ha hecho por la cultura? ¿Qué se hace para que los dominicanos puedan encontrar el saber y con él transformar su propia realidad? Más bien se ha impuesto la cultura del relumbrón. El Secretario es un publicista; sabe muy bien vender una imagen. Todo se hace con un aparataje publicitario, pero los signos están vacíos. La única actividad que congrega a los dominicanos es la Feria del Libro. Un gasto lujoso en el que el simulacro va por encima de la misma finalidad de promocionar el libro y la lectura. Una vuelta por el recinto ferial nos presenta como se pasó de la feria de la fritura a otra feria del relumbrón. Los programas aparecen bien confeccionados, pero no hay gente en los coloquios. Y ¿por qué? Porque el dominicano vive de la apariencia; y lo que existe es una cultura de lo aparente. Donde hay que poner trabajo intelectual, se pone una fraseología demagógica. La imagen y la retórica van por encima de la autenticidad.

El año pasado terminó el “Año del libro y la lectura”. Pregúntese el lector ¿qué hizo el Secretario de Cultura y sus representantes en ese año? ¿Qué esfuerzos se hacen para convertir a los jóvenes en lectores y pensadores que puedan forjar una criticidad que nos permita salir de la situación actual? Es que ese propósito no se puede logar bajo la coaptación y el silencio. Mientras el dinero del erario se gasta en viajes y relumbrones, las escuelas no tienen bibliotecas ni están disponibles las colecciones de la Biblioteca Nacional para los investigadores. Pero los afortunados de la Secretaría de Cultura tienen cargos y sueldos que les permiten viajar y fabular sobre la grandeza de su gestión. Ahí, amparados en su silencio están los intelectuales captados por el Estrado y llevados a la lógica del Palacio por el Secretario de turno.

Lo triste de esa cruda realidad es que muchos de esos “intelectuales” que están a sueldo en la nómina del Estado no podrían vivir sin ese empujón que la razón de Estado y el silencio les permite. Conviven con unos pocos que atesoran en su trabajo intelectual una obra respetable. Ser “intelectual” en República Dominicana es una condición de la supervivencia, y eso lo saben muy bien el Secretario y sus jefes políticos que destinan una parte del presupuesto nacional para comprar el silencio de muchos que hacen de la cultura su medio de vida.

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