sábado, 29 de junio de 2019

Los intelectuales y los espacios de poder

Los intelectuales y los espacios de poder


Para ascender a los espacios de poder, los intelectuales escribían páginas, libros de alabanzas, historias hagiográficas…

Miguel Ángel Fornerín

Los intelectuales usan y crean los espacios de poder que están íntimamente ligados a la palabra. Esto se da de tal manera, en la medida en que el hacer y el pensar son indisolubles. La creación del espacio es una sustantivación de la palabra, del sentido lingüístico que le damos a las cosas. El mundo no puede ser entendido, sino dentro de ciertas metáforas. Tropo que funciona en el discurso y no en la palabra como segmentación del habla (Ricoeur). Para explicar el mundo y relación entre las cosas y las ideas, Platón se refirió a una cueva en la que no están presentes las ideas, sino que en ella se reflejan. Esa imagen paradigmática sigue educando, y se repite en el tiempo (Heidegger, 1931). Los filósofos han reiterado que entre lo que vemos y lo que pensamos hay algo que se oculta. Sólo podemos iniciar su conocimiento a partir de la sospecha (Ricoeur).
La realidad no se da ante nosotros como algo que se deja conocer, sino como logo que tenemos que investigar. El conocer es un depósito de sentido que sólo en la arqueología nos permite encontrar la verdad. O más bien armarla en un discurso (Foucault, “Arqueología del saber”). Este principio es anti platónico y viene de Nietzsche. Los intelectuales nuestros construyeron una idea de la república dentro de todos los relatos sobre el ordenamiento de una comunidad soñada. Sin embargo, eran deudores de una práctica que desborda la teoría.
El pragmatismo presidió esa manera de ver y de concebir el orden de las cosas, de la construcción de la República. De ahí que el intelectual navega entre la práctica y la teoría, entre los sueños y la realidad. Busca un espacio donde constituirse. Su práctica de la palabra, el asiento de la figura no puede darse de la noche a la mañana. Él es parte de una larga tradición del saber y no es sabio por ‘natura’, sino socialmente. De ahí que el intelectual se forma en la lucha entre el saber y lo social: en los espacios del poder. Porque no hay sociedad sin poder. El silencio de esta verdad es la estrategia de dominación donde el poder intenta acallar el saber para perpetuarse.
En nuestro país, el intelectual se encuentra en la organización de lo social y, por tanto, del poder: del orden de la República. Actúa en el ágora y se perfila como sujeto sabio. Se construye a sí mismo dentro de las madejas del saber y participa en los grandes eventos que definen el rumbo del país. Toma partido en el destino de los otros. Pero como moralista, cree que su participación es neutral. En verdad, busca colocarse en el espacio de saber que es a la vez un espacio de poder.
A principios de siglo, los intelectuales (poetas, publicistas, periodistas, cronistas, escritores y escribidores) leyeron, escribieron, polemizaron e interpretaron el pasado, el presente y visualizaron el futuro de cierta manera. Continuaron buscando espacio de poder donde colocarse e influir a la vez que medraban junto al poder. Desde la dictadura de Ulises Heureaux (Lilís), vemos cómo comienzan los intelectuales a incidir, por ejemplo, en el mundo diplomático. Los Henríquez tienen una larga historia en ese espacio de poder en donde había un intelectual de importancia. Don Francisco Henríquez y Carvajal, cónsul en Cabo Haitiano, pasó a ser embajador en París. La familia buscó luego acomodar a Pedro Henríquez Ureña como secretario de la embajada en Francia. Max Henríquez Ureña fue diplomático del régimen de Trujillo por muchos años.
Antes, Fabio Fiallo, pasado del periodismo a las letras, había sido diplomático en varios países. Unió su fama de poeta a la política y se inscribió en la historia en su participación en la montonera y en su lucha contra la intervención estadounidense de 1916-1924. Le aceptó una embajada a Trujillo y con este hecho se puso por encima del ágora. Algo parecido ocurrió con Tulio M. Cestero, el autor de “La Sangre”, quien desarrolló una vida diplomática en París. En esos tiempos escribió Moscoso Puello a su destinataria: ‘Señora, en este país los poetas andan armados’ (“Cartas a Evelina”, 1941).
Antes de Trujillo llegar al poder, los intelectuales ya habían comenzado a cambiar de bandos a interpretar las cosas de acuerdo con sus intereses de letrados en la ‘polis’. El caso más interesante es el de Manuel Arturo Peña Batlle, un príncipe en ciernes; miembro de una juventud que estaba llamada a dar respuesta a los males que afectaban la República. Miembro de una familia de canarios en buena posición económica, parecía un delfín, un futuro presidente de la República que uniera saber y poder. Cuando se debatía la extensión del periodo de Horacio Vázquez, escribió una enjundiosa opinión jurídica en un brillante ejercicio de interpretación de nuestras constituciones: estuvo de acuerdo con la extensión del período de Vázquez (véase, B. Vega, “Peña Batlle, previo a la dictadura, la etapa liberal” 1991).
Al pasar el tiempo y luego del nombramiento como encargado de la Comisión de Asuntos fronterizos, Peña Batlle cambió de opinión y fue un defensor de la reelección del presidente Horacio Vázquez (Ibid., pág. 63). Los acontecimientos que siguieron a la reelección de Vázquez no están determinados por esta acción de un ilustrado como Peña Batlle. Sin embargo, los historiadores han visto en la debilidad de Vázquez el surgimiento de la dictadura de Trujillo (Luis F. Mejía, “De Lilís a Trujillo”, 1944). La cantidad de tinta gastada en polémicas es grande, pero en todas se encuentra el rastro de los letrados y la búsqueda de un espacio de poder. Peña Batlle, en un principio, se resistió a ser colaborador de Trujillo y terminó tristemente en la nave de la dictadura.
Trujillo creó una meritocracia (Mateo). Los intelectuales lo decían como un logro de su ‘colectivo” (Damirón). Para ascender a los espacios de poder, los intelectuales escribían páginas, libros de alabanzas, historias hagiográficas y se peleaban entre sí para tener el favor del dictador. El colectivo de intelectuales fundacionales del trujillismo es significativo en Santiago. Es un desprendimiento del grupo de Estrella Ureña. Los periódicos como “El diario” y “La Información” dieron cuna a opinantes que transitaron de la oratoria a la palabra escrita. Oradores y periodistas como Tomás Hernández Franco, Balaguer, Ramón Emilio Jiménez pasaron del periodismo a la diplomacia, de la diplomacia a la administración educativa. Escribieron libros, reformularon el canon literario e hicieron propaganda para que el régimen se viera como algo necesario.
La hagiografía de Trujillo alcanzó a muchos que terminaron negando sus actuaciones y otros que escondieron sus libros para que las futuras generaciones no conocieran el grado de abyección en el que se encontraban. La relación entre palabra y poder, entre vida e ideas, es paradigmática en la obra de Joaquín Balaguer, ayer como lo es en la actualidad (Continuará).

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